domingo, 10 de abril de 2016

Para las bombillas fundidas no hay sitio en Las Vegas

Ni rastro del cartero
de las 12,
el buzón desierto,
all in de manchas
sobre mis páginas;
el corazón en un puño,
la palma en llamas,
tabaco entre los dedos.

Bautismo, excomunión y funeral
en un minucioso bucle.

La autoestima se largó.
Me denunció por homicidio
en grado de tentativa,
por omisión de socorro.

Dejó en mi regazo
un cenicero vacío, ron suficiente
para hundir una galera
desde la bodega
y un cuerpo hecho estigmas
que bordaba mi firma.

Yo, tan gilipollas como siempre,
- tan inconsciente -
sonreía
a lágrima viva
mientras moría
cada día
un poco más
y dormía
cada noche
un sueño menos.

Nada cambia
aunque el tiempo sin duda pasa,

nos haremos viejos
cultivando supernovas.

Sé lo jodido que es seguir
el recorrido correcto
con una brújula enquistada
a los adentros.

Pero después de escoger
el sendero sobre el alambre,
tras sumergirme, chapotear
y ahogarme
he olvidado el mal de altura,
me ha arrastrado un mar de dudas.
He tirado abajo las puertas del cielo
y luego he llamado al timbre.

Las serpentinas colgaban
de las esquinas de réplicas
del Guernica,
la bola de discoteca aún parpadeaba,
había copas medio vacías,
colillas en el suelo
sobre las que el confeti
estaba terminando de nevar;

se repetía el estribillo de Help!
cada vez a menos volumen,
pasando de susurro a último suspiro,
de canción pegadiza
a llamada de emergencia.

Siempre llego tarde
a donde no me espera
nadie.