Escribiste:
Todo lo que sé de volar
me lo enseñó él.
Y en ese mismo momento
volví a creer.
Nunca se trató de parecer
si no de ser;
y eso es algo que nadie
ha sabido entender mejor que tú,
pequeño intento de guerrera.
A veces te imagino
con la cara pintada de colores
y un grito en la voz,
pronunciando "libertad"
con el puño cerrado y el corazón abierto,
de par en par.
Otras me limito a saberte eternamente fugaz,
como todos los verbos
que aún nos quedan por conjugar, descuida.
Algunas se quejaron
de que el poema más largo
que jamás escribí
era por y para ti.
Yo nunca lo entendí.
Ahora sí.
Me he dado cuenta de las ganas
que tengo de salpicarlo todo contigo,
de llenarnos de barro sin quitarnos
el abrigo,
porque es invierno ahí fuera
y últimamente hace mucho, mucho frío.
Parece que va a salir el sol
pero casi siempre acaba nevando,
lo que no está del todo mal
porque el color de mi jardín
me recuerda cada mañana
al de tu piel.
Y el olor del café a todos los desayunos
que nos debemos
y el sabor de la primera calada
a tus besos de incendio.
Que pusimos Madrid
a nuestros pies
y la poesía en nuestras manos, joder;
nos miraban y no nos creían humanos,
borrachos de tanta magia como estábamos.
Y si no que le pregunten a mi resaca
- que aún me dura -
o a las marcas de mi cuello
o, en caso desesperado,
a los camareros del Más Allá,
que no eran zombies ni fantasmas
- esos ya se encargaron de crearlos otras -
si no espectadores en primera fila
de tu arranque por Extremoduro,
del 'so payaso' que le dedicaste
a mis ojos como criticándoles
con íntima delicadeza
por todo el gris.
Por un instante, fuimos gigantes.
Memorizamos cada calle que pisamos
pensando que de esa forma
nunca nos perderíamos del todo,
bebimos del mar que improvisamos
en Fuencarral y zarpamos,
sin rumbo,
que es de la única manera que aprendimos a avanzar.