Puedes olerlo, puedes tocarlo;
puedes, incluso, reconocer
su sabor entre el cemento.
Ahí yace nuestro cuerpo,
ahí se produjo
la última réplica
de un terremoto
que nos hizo tambalearnos
durante años,
arrancándonos las alas
para así asegurarse
de que no dejásemos
de temblar.
Nunca.
Lo nuestro era el alambre,
hasta que nos ahorcamos con él.
Lo nuestro era la duda,
hasta que no supimos qué hacer.
No esperes más a este tren
descarrilado,
tienes una larga fila de taxis libres
justo ahí, a tu lado.
En la calle de enfrente
una línea directa de autobuses
con destino a la playa
está esperando a que saques tu billete
y me llegan noticias de un par
de aviones kamikazes
dispuestos a inmolarse
- no sé si por ti -
una vez sobrevuelen lo ya volado.
Piensa en todo lo que no pudimos hacer
en nuestro futuro
y traza un plan
para volver donde nunca antes se estuvo.
Una vez allí, en la cámara de los secretos
no guardados,
encontrarás miles de puertas con candados
y una cesta con el mismo número exacto
de llaves.
Tras una de esas puertas nos encontramos
una vez,
un segundo después de besarnos
y mucho antes del portazo.
Con todo esto tan sólo pretendía
que no olvidases que las llaves,
- eso a lo que tu llamas dedos -
nacen en tus manos
y los candados no son más que piel:
se trata de encontrar un nuevo poro que erizar.
Las derrotas están para aceptarlas
y las oportunidades para aprovecharlas,
así es que
aceptemos esta oportunidad aprovechándonos de nuestra derrota
para correr de tal manera que no podamos regresar jamás.