pero sí con la piel.
Te llevaré a bucear entre escombros
y tesoros
sin tocar fondo
No guardaré más escalofríos,
Son tiempos de poesía.
Ahora que la lluvia
suena a despedida.
Bombones y bombas.
Recuerdos de las noches
de vías y brindis,
de canciones prohibidas
y copas rotas.
Me acostumbré
a levantarle la falda
los días de tormenta.
El trato era sencillo:
no había truco.
Nos veo romper con las olas,
dejar abajo las rocas;
salpicándonos de sal,
ocupándonos del mar.
¿Cómo nos atrevimos a perder?
Saltándonos las barreras.
¿Por qué lo hicimos? ¿Por quién?
Por todos los moldes rotos.
Empatía y tequila.
Superhéroes de película.
Protagonistas de la novela
de aquel chico búho que sólo se atrevía
a mirar de reojo a la Luna.
Soñaba con cuentos de hadas
mientras leía en voz alta
historias de guerra.
Hubo desastres, hubo arena.
Vaciamos los relojes
para acariciarnos las costuras
sin prisa.
Luego el bisturí.
La anestesia de un abrazo
a ciegas.
La piel mutando en erizo.
Por alivio
pero también por protección.
En la televisión he visto disparar
contra la música y contra la libertad
durante una misma noche,
y al miedo en su salsa,
ataviado con sus mejores balas,
rebañándonos la sonrisa con los dedos
mientras marchitaban las flores
en París.
Siempre nos quedará lo que no fuimos.
Para que cuando menos lo esperemos,
cuando prescriban todas las promesas,
podamos ser.
N'aie pas peur.
Joder.
El día que mudaste de piel
también lo hiciste del piso
en Lavapiés
que no tuvimos tiempo de estrenar,
de las canciones, las películas y los poemas
que no llegué a cantarte, enseñarte, recitarte;
de Montmartre, de Covent Garden,
de la Avenida de Mayo, del barrio Friedrichshain,
del viaje a ninguna parte
pero contigo
que inspiró mi proyecto de fin de ciclo de Turismo.
Hemos pasado de compartir el último trozo
a partirnos - cada uno - en mil pedazos.
Ya no somos vino, nos convertimos en agua,
un milagro puesto del revés, un desastre tan previsible
como inesperado.
Apenas lo entiendo.
De repente me he visto tan extraño
que por fin me he reconocido.
Ahora estoy seguro:
todo este gris es por mis ojos,
toda esta sangre brota de una misma herida.
Se acabaron las réplicas. No más terremotos.
No más intentos de remover los escombros.
Tregua, brisa y carretera.
Con todo lo que nos dimos
y lo poco que nos queda
seguiremos caminos distintos,
dejaremos de sorprendernos
doblando esquinas, replegando tropas,
borrando huellas, amarrando barcos en los puertos
de una ausencia.
Sufriremos arrebatos en los que ofreceremos el alma,
en los que abandonaremos las armas
por revivir el pasado por reavivar una vez más
el incendio.
Ya no te busco, ya no haces daño,
pero si no te hubiera encontrado
aún te estaría esperando.
Eras ese juego de espejos
en el que cerca
se disfrazaba de lejos
y lo inalcanzable estaba
- sin nosotros saberlo -
justo allí: entre mi boca
y tu pecho.
No se puede atar
a nadie
teniendo alergia a la cuerdas
igual que no se puede
seguir volando
con las alas cortadas.
La distancia, el frío,
la soledad de urgencia, las ganas perdidas,
las putas derrotas;
la sal, la saliva cautiva, las madrugadas,
los abrazos de andén,
los conciertos para los que nunca
sacamos entrada.
Jugábamos a perdernos de vista:
yo me hacía el ciego
mientras tú te ponías la venda.
Digamos que perdí la paz
con tu adiós,
pero gané la guerra.
Ahora puedes saberlo.
El secreto era
que en el centro de mi tierra
hay mar.
Como en los cactus.
Perder el tiempo contigo
era ganar,
ser eternos.
Fue tan macabro
- tan bonito -
observar el incendio desde dentro...
Escribo desde la profundidad
de esta herida repetida,
porque un soñador
no sueña los sueños.
Vive dentro de ellos.
Incluso cuando ya han sido rotos
antes
por otros.
He anidado un dolor aquí dentro durante
tanto, tanto, tanto, tanto, tanto, tanto, tiempo
que hace meses que me rasga la piel
que no se ve,
desgasta la fina capa que protege mis huesos
de toda esta carne de gallina
y cañón,
borra la cara oculta de mis lunares,
arranca de cuajo
la primavera de una infancia que perdí
por pretender cuidarla demasiado.
A cada paso que doy
me tiemblan más las piernas,
a cada golpe de voz
se quiebran mis palabras.
Y cómo explico ahora
que este fracaso lleva mi sombra,
que soy yo el que persigo,
que es él quien me nombra...
Estoy perdido dentro de mi propio poema,
un labertinto de vestigios me rodea.
Yo,
que dí la vuelta al mundo en ochenta despedidas,
aún me asusto cuando me veo sangrando
tinta de versos ajenos
aunque desde siempre
- y para nunca -
propios,
cuando siento tambores de guerra
bajo el pecho
y me pongo a hacer el indio;
a bailar alrededor del fuego,
a escupir señales de humo
por si alguien me encuentra,
por si vuelvo a perder el norte
y la cuenta.
Pero aunque a veces mate,
me mantiene vivo.
Porque este
y ningún otro
es mi camino:
cristales entre los dedos
con los que escribo.
Me han trasladado de agujero
y ya no encuentro el sombrero
de cubrir los desastres,
llueve debajo de los paraguas
el verano que nos confundió
con suicidas
por llevar el corazón en la boca
y abrirla
hasta desencajarnos las mandíbulas,
hasta hacer saltar los hilos
que nos cosían a los sueños
la sonrisa.
He descubierto países inventados
a bordo de tus manos,
he dado la vuelta al mundo
sin salir
de ti.
Sin aduanas, sin fronteras,
sin continentes.
Todo eran lunas llenas
y selvas nuevas.
La libertad tenía forma de bandera
en aquel planeta.
Y el pueblo y la mar
eran sus únicos colores.
Saber que no tendré
la oportunidad de volver
a conocerte
me endurece
la voz, la hace ronca.
Joder,
ya no estaré viendo
cómo floreces,
ni podré hacerte reír
con tres caricias
y treinta y un idioteces,
y que a ver qué tal
tus 27.
Pequeña rockstar.
Llegará el día
o la noche
en la que una casualidad
nos encuentre
para escucharte decir:
"Le he conocido.
Soy tan feliz
que apenas me acuerdo
de ti."
Y en ese momento
volveré a la vida;
sentiré, otra vez]
morir.
Siempre serás una canción,
siempre estarás
en mi cabeza.
Te miro, desde lejos,
con lágrimas en las hojas,
pensando qué hice mal
para que ya no estés;
creyendo, sin razón ni fe,
que si te fuiste fue
únicamente
para poder volver después.
Sé que tengo que olvidar
las despedidas,
que ayer ya se fue
y que hoy sólo quedan heridas,
pero que morir
no entra en mis planes
todavía.
Vuelve a decir que esto no es el final,
que la tinta es nuestra
y las páginas en blanco el futuro,
que el universo está ardiendo
por no saber cómo extinguirnos
las ganas.
Creo en ti por encima
de todas las sombras.
Eres mi fantasma de cabecera,
el espíritu que me falta,
también el ángel que guarda
a mis demonios
en sus propias jaulas.
Dime lo que soy
si no es contigo,
dime dónde voy
si tú me dejas
y vuelvo a encontrarme
perdido.
Me gustaría que supieras
que mientras tú gritas:
sálvese quien quiera,
aquí hay alguien
que aún
y siempre
se queda.
Mi futuro son todos los lugares
a los que no me gustaría
volver
pero sí visitar
cuanto antes
una sola vez.
Hay aviones que no aterrizan
y barcos que no atracan,
hay autobuses que no llegan
y trenes que nunca pasan.
Y viajar es complicado
sin un par de alas,
sin timón,
sin motor,
sin raíles.
Más aún con las manos atadas.
Así nos pasa:
que nos estrellamos,
encallamos,
chocamos
y descarrilamos
sin haber salido
siquiera
de casa.
Y el viaje se vuelve rutina
y nos sangran los billetes
de ida, reunimos una colección
de desengaños y quimeras,
hacemos una bola de nieve
con todo el fuego que llevamos
dentro
y nos da por tiritar ceniza.
Si algo he aprendido
después de todo este frío
es
que no se puede huir del invierno
teniendo escarcha en los dedos.
Me veo en formato reflejo,
Vuelvo y me alejo, sonrío y me quejo.
Supongo que me he convertido
en un juguete roto
y algo viejo.
Ya no creo en los fantasmas
pero ahora los dibujo,
les doy comida, cama y cobijo.
Sobreviven gracias a estas manos
que no finjen que escriben,
tan sólo intentan gritar a versos
porque así lo han aprendido.
Soy un fugitivo.
No tengo casa, ni carné de conducir,
ni mucho menos un nombre.
Dejé atrás todo aquello
la noche que llovió bajo el tejado;
tirité tantos sueños que ya no volvieron,
mudé - juro que por supervivencia - mi piel
en acero.
Siento haberme perdido.
A mí mismo.
No tenerme aquí al lado
cuando me visitan los abismos
y creo que no existo
más allá de ser un mimo sin gesto,
sin expresión, sin articulaciones,
sin todo el resto.
Estoy a un paso
de olvidarme para siempre de andar,
a dos de tu recuerdo y a tres infiernos
de ser otra vez hierba naciendo del cemento.
Doy el segundo saltándome el primero.
Es costumbre.
Me acuerdo que estuve en un baile
en el que la música era tu risa
y las luces de color
tus malditos lunares.
Te brillaban tanto los ojos
mientras eso pasaba
que en mi memoria
se acaba de hacer de día
a las dos y media de la madrugada.
- Por mí
por miedo
por ti
por tiempo
por fin
por cierto,
¿por qué?
- Por tanto.
Me voy.
No dejo mensaje en el contestador,
las llamadas perdidas son mi voz.
Busqué ser nadie para que alguien
me encontrase
tirado en cualquier orilla, varado,
con la camisa rasgada y los sueños
a un lado, ahogados, arrastrados
allí donde no estorbasen nunca más
y ningún otro quisiera volver a soñarlos.
Han hecho ya demasiado daño.
Sobre todo a mí, que los creí propios
sin saber que eran extraños;
que les puse nombre de futuro inmediato
y fecha en el calendario,
que les construí un hogar cerca de ti
con estas torpes y malditas manos
aun sabiendo - esta vez sí -
que les acabarían deshauciando
por incumplirse, por no soplar las velas
de los barcos
que no deberían apagarse jamás
pero que siempre se terminan
apagando.
Creo que si me toco aquí
y aquí
y aquí
y aquí
todavía me duele lo que nunca fui...
Cuéntame qué hago ahora que no estás
y yo aún te veo,
que me crecen los enanos más siniestros
en el hueco que dejaste
donde solía estar mi pecho;
dime cómo hago
ahora que se han fundido las luces
y yo aún te busco
con los ojos de un ciego
rendido a los destellos
más sombríos.
Podemos bailar hasta sangrar
o corrernos a voces,
pudimos saber galopar
pero ahora escuecen
los tirones de crín
y las coces.
Sólo me queda el ayer, el pasado y el antes;
pese a todo, un consejo
a inconscientes navegantes:
Sed
valientes
porque
los
cobardes
nunca
tienen
Hambre.
Vengo de ayer y voy a mañana
en el amenazante movimiento
de un reloj de araña
sobre su tela de arena.
No pasan los días
y apenas alguno se queda;
resquebrajado, hecho jirones,
resistiéndose al destino
de ver caer la noche
y que tú no estés sobre la mesa.
El tiempo tropieza. Ya va a destiempo.
Ahora trazo el plano de tu cuerpo
de memoria
como si fuera yo el arquitecto
y no la bola de demolición.
Pero los segundos corren por no llorar,
ríen que vuelan.
Y todo da vueltas y vueltas y vueltas
y más y más vueltas
en una espiral de horas muertas.
A veces me quedo quieto
y disfrazo el miedo de costumbre
para dejar de temblar,
a veces me rompo
y me quedo dormido
como un faquir
sobre los pedazos
que cayeron boca arriba
sin saliva;
juego con su reflejo
y me alejo,
pienso en sentido contrario,
sueño en dirección prohibida.
Caos como forma de vida.
Y como fondo que no se toca,
se acaricia. Pensando que así
no será tan frío este invierno,
creyendo por un momento
que lo que veo es un mundo nuevo
donde sangrar y llorar
abre puertas y no heridas,
donde los payasos son reyes
y los reyes no existen.
Voy a mañana y vengo de ayer.
Así
una
y
otra
vez.
Quédate con la luna pero
no me abandones
ahora.
Escupe ríos de serpentina
y sigue el curso
no marcado.
Baila entre las flores, Primavera,
te adorna el color
del fuego.
Refúgiate en mis heridas,
que compartir contigo
es sanar.
Cuida, sobre todos, tu manera de mirar
el mundo con los ojos cerrados
para sentirlo mejor.
Busca la manera de escribir
en la línea del horizonte
un soneto.
Corre, crea, salta, envenena,
que la suerte es azahar
en tus manos.
Despreocúpate del amor en rodajas
porque los mejores platos
los sirve tu boca.
Seduce a lo que sucede a tu lado
aun en la maldita adicción
que marcan los lazos.
Estudia los trazos del pasado
que hoy son errores
lejanos.
Supón que mañana es noviembre,
viernes sin despertador,
y que vienes y vuelves.
Aun sin voz.
Eras un cubo de Rubick
con sus seis caras,
una por estado de ánimo:
la luciérnaga estando contenta,
la botella a la deriva en la tristeza,
la tormenta cuando el enfado,
la tortuga de la paciencia,
la música al sentirte cansada,
la cicatriz
siendo nostalgia.
Pero una vez resuelta,
una vez encajadas tus piezas,
el enigma se volvía certeza
y la incógnita eras tú
despejándote sobre mí.
El mayor espectáculo de la Tierra,
un juego infinito de luces y polvo
de estrellas,
lo que nunca te dije
aún sabiendo que te lo decía
constantemente a cada instante.
Mi octava maravilla lleva tu risa,
tus vestidos, tus orillas mojadas,
tus gestos de equilibrista.
Las otras siete murieron ya
de envidia.
Resbalaba el eco entre las calles,
los vecinos rompían las ventanas
para asomarse a los balcones
de la avenida del oeste
y Ella se alejaba
cruzando la lluvia,
dejándome a mí la tormenta.
Subí al tejado
y desprovisto de pararrayos
levanté mi índice
enseñándole al cielo
que después de ver el mundo
desde el descosido de su falda,
ya no tenía miedo.
Solapé dos estaciones
sólo por pretender
que la nieve se derritiera
antes de tocar la tierra,
que fuera un cometa
sin cuerda,
que la locura nos tiñiera
los dedos
de acuarela.
Traspasé la barrera
y ya nunca más volví
la vista de la carretra.
Jugué con los planetas
a las cartas
sin apuestas.
No podía igualar sus estrellas.
Posé mis rodillas
sobre la arena
y la vi.
Ahí estaba Ella.
Vistiendo esas cosquillas suyas
de marea
mientras sostenía una caracola
que aún recordaba
la vieja melodía del mar
en calma.
A esa música silenciosa la llamé sonrisa.
Y me guardé un par de ellas
en el bolsillo
para cuando los accidentes
no fueran entre sus piernas
o para cuando a alguno
de mis domingos
le diera por perder la cabeza
en el laberinto de contar
de mil maneras distintas
una misma tristeza.
Desde que ya no me quedan,
dibujo su
cara
sobre las
olas.
Y se forman
caracolas.
Dame una oportunidad,
un resquicio, una caricia,
un mordisco, un trago,
una calada, una aspirina,
una palmada en la espalda,
un beso en el cuello;
la dirección de tu primer gemido,
las coordenadas exactas
del último beso,
la fórmula de los logaritmos
de tus manías,
la solución para los domingos,
la hora a la que quedamos
mañana por la tarde
en la entrada de cualquier cine.
Llévate bien lejos los fantasmas,
las canciones de Raphael,
los coros de niños,
la primavera, las banderas,
los escaparates, las modas,
las noches sin luna,
la cortina de las duchas;
una maleta vieja llena de cosas
nuevas,
un saco de azúcar para tus heridas,
un loro ventrílocuo que no sepa imitar
mi voz,
un sueño que te sirva de ariete,
flores enredadas en el pelo,
brillo de estrella fugaz en los ojos.
Prometo no darte ni llevarme nada más.
Me gusta, de vez en cuando,
ponerme serio y gritar
que no sé quién coño te dijo
que al buen tiempo
había que ponerle mala cara
pero que solo espero, entonces,
que la lluvia y las tormentas
te hagan reír.
Me gusta porque es cuando me miras
con las manos,
cuando retuerces el labio
para que yo te lo muerda
y tus ojos son dos estrellas
que han sabido cómo fugarse
de todas las cárceles:
aprovechando cada pestañeo.
Me gusta, también, imaginarme
que llegas a casa tarde
y yo te espero en la cocina
con la cena a medio hacer
y la cama por deshacer;
que enredo globos de helio
a tus muñecas
para mantenerte los pies en la tierra,
que te escondes y no puedo buscarte
porque me olvidé todas las brújulas
dentro de ti mientras ardías
y desde entonces ni sé orientarme
ni sé cómo apagarte.
Me gusta
tener gustos
que te gusten
y gustarte.
Me gustas en pinturas,
en pentagramas, en películas,
en photos, en palabras.
Me gusta saber
que contigo nunca más
se hará tarde.
Que tenerte aquí
es aprender a disfrutar
de ver los trenes pasar
sin tener la necesidad
de subirse a ninguno.
Es hacer un ramillete
de espinas en flor,
de temporada;
helarse de calor
con la calefacción apagada,
surcar las cornisas de París
sin arnés.
Y lo mejor de todo
es saber que aún no te sabes,
que puedo seguir mirándote
como miro al horizonte atardeciendo
y que tú no te das cuenta
o que no lo quieres hacer,
porque quizá cuando lo hagas
ambos sabremos
que en esta pequeña playa
no volverá a amanecer.