La conocí
con la sonrisa descosida
por el uso, despeinando
el viento con las manos
al hablar,
haciendo de mi pasado
una fiesta de despedida
y del presente
un regalo inesperado.
De sus pestañas
goteaban los sueños
que le regaban cada mañana
las ojeras;
sostenía un cartel de NO PASAR
frente al pecho, traía un cuchillo
de untar mantequilla
entre los dientes
y escondía bandadas de pájaros
en la cabeza
para no separar nunca los pies
del suelo,
aun a merced de despegues furtivos
y aterrizajes forzosos.
Era una flor herida por la llegada del invierno.
Vacié más de mil playas
con la intención de hacer rebosar
los relojes
de arena
hasta que la marea decidió subir,
escalar,
para cubrir de mar
todo el tiempo que perdimos
por no encontrarle sentido
a tan efímera eternidad.
Para entonces, las gaviotas
ya habían echado al traste
mi rastro
de migas de pan,
arrebatándome el rumbo,
robándome el norte
y el ritmo.
Aquello me convirtió en forajido,
ateo convencido,
el último peregrino
de los caminos prohibidos,
un descuidado y vulgar bandido.
El escenario era una guerra
de guerrillas.
Me llevaba todos los palos
y me creía, después, culpable
de las astillas;
vendía en el mercado
marionetas de madera
- sin hilos, aunque cuerdas todas ellas -
en las que grababa
a navaja
mi lista de pesadillas
por orden alfabético.
Nunca nadie se llevó a su casa ninguna,
ignorando que el brillo verde de la selva
nació tras la primera tormenta.
Arruinado, dejé mi puesto ambulante y una nota:
Hubiese muerto por ti.
Pero es que a mí
cualquier cosa
me mata.