Resbalaba el eco entre las calles,
los vecinos rompían las ventanas
para asomarse a los balcones
de la avenida del oeste
y Ella se alejaba
cruzando la lluvia,
dejándome a mí la tormenta.
Subí al tejado
y desprovisto de pararrayos
levanté mi índice
enseñándole al cielo
que después de ver el mundo
desde el descosido de su falda,
ya no tenía miedo.
Solapé dos estaciones
sólo por pretender
que la nieve se derritiera
antes de tocar la tierra,
que fuera un cometa
sin cuerda,
que la locura nos tiñiera
los dedos
de acuarela.
Traspasé la barrera
y ya nunca más volví
la vista de la carretra.
Jugué con los planetas
a las cartas
sin apuestas.
No podía igualar sus estrellas.
Posé mis rodillas
sobre la arena
y la vi.
Ahí estaba Ella.
Vistiendo esas cosquillas suyas
de marea
mientras sostenía una caracola
que aún recordaba
la vieja melodía del mar
en calma.
A esa música silenciosa la llamé sonrisa.
Y me guardé un par de ellas
en el bolsillo
para cuando los accidentes
no fueran entre sus piernas
o para cuando a alguno
de mis domingos
le diera por perder la cabeza
en el laberinto de contar
de mil maneras distintas
una misma tristeza.
Desde que ya no me quedan,
dibujo su
cara
sobre las
olas.
Y se forman
caracolas.