Corría en círculos bordeando las rayuelas
y las niñas no entendían nada.
Elegía primero a los peores
para mi equipo
y los niños no entendían nada.
Me lavaba las manos
antes de empezar a pintar con los dedos
y los profesores no entendían nada.
Lloraba en mi cama la noche de Reyes
y mis padres no entendían nada.
Yo me iba entendiendo a medida que crecía.
Llenaba el tendal con camisas
planchadas antes de secar
y los vecinos no entendían nada.
Dejaba las faldas más cortas
sin levantar y mis amigos no entendían nada.
Echaba de menos soñar
y mi insomnio no entendía nada.
Enterraba mis huesos bajo el mar
y los perros no entendían nada.
Quería llorar y las nubes
no entendían nada;
quería brillar
y la luna lo entendió todo.
Ella había aprendido del sol, claro.
Y entonces acabé de entenderlo.
Entendí a todos y cada uno de ellos,
terminando por mí
y empezando por ti.
Mira, hagamos un trato:
yo te enseñaré a sobremorir,
tú enséñame a mentir
sin que me muerdan los remordimientos
cada vez que miento.
Te entrego todos mis inviernos
a cambio de una noche de verano,
sería una puta pasada verte bailar
bajo las estrellas
y pillar de reojo a todos los planetas
del Sistema Solar
frotándose los ojos los unos a los otros,
creyéndote sueño.
Eres la razón que debe tener presente
cualquier pasado que pretenda arriesgarse
en un futuro a volver aquí.
Así que vamos a gritarnos al oído
por todas las veces que
nos empeñamos en no escucharnos.
Que tienden a ser muchas y a no secarse.
Como mis camisas.
Como mis camisas.
No te olvides de cogerme con pinzas.