Te conocí en la puerta de un bar que preferiría desconocer. Apuraba mi cigarro con la sensación de que mi noche bajaría el telón con la última calada. Entonces apareciste tú. Pasaste delante de mí acompañada de un grupo de cuatro o cinco chicas más, pero mis ojos buscaron los tuyos. Y viceversa. Creo que el tiempo se detuvo y pudimos sonreirnos durante días mientras mi cigarro encendido no se consumía. Qué pequeño parecía el mundo en tu mirada.
Entraste. Entré. Supongo que entramos. Digo 'supongo' porque ninguno de los dos nos atrevimos a nada más que mirarnos mientras tú le hablabas al oído a tus amigas del chico de rizos y camisa de la barra y yo hacía lo propio con las mías sobre tu moño y tu vestido de lunares (ya te explicaré, por cierto, lo de mi idilio con la luna). Pienso que los dos elegimos la parte del bar que más nos protegía para sobrevivir a aquella primera "cita".
Saliste. Salí. Supongo que salimos. Digo 'supongo' porque los gestos de nuestros cuellos para encontrarnos se quedaron a vivir allí dentro, para siempre. Una vez afuera, te colocaste a unos tres o cuatro metros a mi lado con la única amiga que seguía en pie. Eran las 4:20 de la mañana. No saqué la valentía necesaria para decirte que llevaba tiempo (demasiado) buscando a alguien como tú en un sitio como este. No fuiste capaz de articular palabra. Pero no dejamos de mirarnos furtívamente, como escondidos detrás de un muro de cristal. Tan absurdo como mágico.
De repente, empezaste a andar y yo sentí que corrías. Tardé en reaccionar. Salí detrás de ti pero ví como, a lo lejos, cerrabas desde dentro la puerta de un taxi. Era tarde. Me hice el despistado e intenté disimular mi agónico, ridículo e inútil sprint.
Son casi las 8:30 de la tarde, es domingo y llueve. Como todos los domingos a esta hora.
Sólo te pido una cosa, por favor: dime tu nombre.
Yo te haré perenne.